En 1955, después de que Emmett Till es asesinado en un brutal linchamiento, su madre promete exponer el racismo detrás del ataque mientras trabaja para que los involucrados sean llevados ante la justicia.
Huérfano (a) define a aquel que carece de padre o madre. Viudo (a), al que no tiene cónyuge. Pero no existe palabra para definir a quien pierde a su hijo.
De una pérdida que nos deja sin palabras, trata la cinta de Till: Justicia para mi hijo, dirigida por Chinonye Chukwu.
Chicago, años 50. Mamie Till-Mobley es una mujer negra con una confortable posición económica. Pese a algunos breves episodios entintados de racismo, ella vive tranquila en los suburbios de la ciudad. Su hijo Emmet es su absoluta adoración.
Sin embargo, unos primos que viven en Mississippi, lo invitan a pasar una temporada a su casa. Ella le advierte a su hijo que las cosas en el sur son muy distintas. Pero ni siquiera Mamie se imagina qué tanto.
El primer adjetivo para definir a esta cinta es desgarradora. Los acontecimientos que vemos ante nuestros ojos, un acto de vil barbarie hacia un joven adolescente, nos duele profundamente… pero, al igual que el personaje principal, esta desazón se va tiñendo de furia. Una furia aguda.
Y es que el guion está tan bien construido que empatizamos con Mamie en su preocupación inicial, sobre si dejar partir a su hijo o no, a ese territorio indómito. Su constante tensión para obtener noticias suyas hasta el momento de la noticia funesta y la consecuente debacle.
La actuación de Danielle Deadwyler es formidable: el dolor ante su pérdida es profundo, feral; nos estremece por completo. Pero también nos alienta su actuar para provocar el cambio.
El guion nos continúa llevando por ese pantano del estado sureño, donde pervive un odio racial casi innato, un sistema judicial, podrido. La indignación nos aborda, una vez más. Hay personajes igualmente odiosos y actores convincentes en sus roles, especialmente Haley Bennett como la manzana de la discordia.
Till: Justicia para mi hijo nos deja emocionalmente exhaustos. Pero más allá de nuestros ojos llorosos, esta película sobre hijos perdidos reafirma una convicción: ante la injusticia, tenemos que ejercer presión.